Por Loreto Gatica.
Un grupo de chefs vio cómo en Europa talentosos cocineros se instalaban lejos del circuito vip para ofrecer comida de calidad a precios razonables. Hoy son ocho los que se identifican con el concepto de “bistronomía”, mezcla de “bistró francés” con “alta gastronomía”, ¿El resultado? Pequeños locales donde no se usa mantel largo, pero se come como si se estuviera sobre él.
En un callejón que conecta el Paseo Ahumada con Bandera, donde abundan los lustrabotas y los cafés con piernas, “Salvador cocina y café” llama la atención por el poema de Pablo de Rokha pintado en su ventanal. También por el logo del local en la fachada: dos machetes y un tenedor. Al entrar al restaurante no se ven manteles largos ni cubiertos cromados. Lo que hay ahí son mesas cuadradas de estilo rústico y manteles floreados de hule. Eso, además de preparaciones elaboradas que llegan a la mesa, entre 1 PM y 3 PM, en platos grandes y bien presentados. Como el osobuco deshilachado, cocinado lento con vino tinto, sobre puré de zapallo camote y puerros fritos.
Hace dos años, el cocinero Rolando Ortega (35), decidió abrir su restaurante en un barrio donde el arriendo fuera razonable para no tener que cargar ese valor al cliente. Hoy ahí, por $ 7.900, se puede comer un menú que permite elegir entre cuatro entrantes y cuatro platos de fondo. Eso, más un té helado mezclado por Ortega y un postre, que puede ser panacota.
“Salvador cocina y café” es uno de los hits gastronómicos del centro: preparan más de 120 almuerzos diarios y el dueño del Liguria, Marcelo Cicali, pasa por ahí cada vez que puede. Sus comensales llegan atraídos por su cocina que reivindica las comidas de antaño, como las cebollas en escabeche y los subproductos, esos cortes sabrosos del animal que antes se solían aprovechar en toda casa chilena (cabeza del cerdo).
No fue precisamente porque conociera el concepto “bistronomía”, que Ortega se puso bajo su alero. Lo hizo por instinto: “Me quise instalar fuera de los polos gastronómicos y aposté por uno auténtico y con alma, para ofrecer en pleno centro una propuesta propia, accesible y de calidad”.
El concepto de “bistronomía” (bistró + gastronomía) se acuñó en París a fines de los 90, cuando la crisis económica obligó a varios dueños de restaurantes a cerrar y a varios chefs a buscar otros lugares donde trabajar. Unos abrieron sus propios comedores en barrios modestos, pero con buenas preparaciones, y otros se hicieron cargo de bistrot, esos pequeños espacios atendidos por una familia donde se come bien y no se paga demás. Sobre ese fenómeno puso sus ojos el periodista francés Sébastien Demorand, de la revista Zurbanen, y lo echó a correr.
“Algunos chefs les dieron un toque más chic a esos locales típicos de barrios y salió esto de la buena comida sin tanto aspaviento”, dice el parisino Stephane Bonnet, socio y chef ejecutivo de El Mundo del Queso.
Hace un par de años el fenómeno aterrizó en Chile, de la mano de chefs más despeinados que se atrevieron a abrir sus cocinas en rincones inesperados, usando sólo productos de temporada y aplicando ingenio y mucha calidad. Ahora, platos como un filete a los cuatro quesos, que sólo se podían degustar en Nueva Costanera, se ofrecen en medio del bullicio del Paseo Ahumada, en el mercado Tirso de Molina, La Vega Central y Santiago Poniente.
Bistró a la chilena
“Silvestre” es un pequeño restaurante que recuerda a las cocinas de las abuelas, porque está decorado con ollas, sartenes y teteras de loza que cuelgan del techo. También con potes de vidrio que guardan té de hojas con pétalos de flores. Abrió recién, el lunes pasado, en pleno barrio Italia. Ahí, de lunes a sábado, ofrece menús gourmet por $ 3.900, preparados por el cocinero Néstor Ayala (42), que cambia todos los días la oferta. “Un día puede ser un guiso con pollo de granja y sopas caseras con productos de su jardín; al otro, un estofado de pavo al curry con verduras ahumadas”, detalla.
La ideología de lo bueno y barato se practica también en “La Famosa Micro”, un busconvertido en restaurante con sillas y mesas hechas de pallets. Está frente al MAC de Quinta Normaly desde ayer, Camilo Araya, creador del restaurante vegetariano “Verde que te quiero verde”, ofrece un menú por $ 4.200. ¿El de un día cualquiera? Ravioles caseros, más un postre de zapallo camote con miel de chancaca y helado de queso azul.
Una fijación similar por los productos de primera a precios accesibles tiene “99 Restaurante”, de Nicolás López y Kurt Schmidt. Estos chefs y dueños, partieron haciendo cenas escondidas en varios sitios de la capital y hace tres meses abrieron lo suyo en calle Andrés de Fuenzalida, donde de lunes a viernes tienen un menú de precio fijo ($ 8.000) con ingredientes de lujo, como pato, jabalí, trufa y centolla.
La demanda es tan alta ahí que para probarlo se debe reservar con al menos un día de anticipación. “Tenemos un menú de calidad, con buenas porciones y a la mitad del valor de lo que puede encontrarse en los barrios gastronómicos de siempre”, explica Kurt Schmidt.
En la trinchera
Rolando Ortega, de “Salvador cocina y café”, va tres días a la semana a Franklin. No va a comprar, sino para aprender a despuntar, es decir, trozar un cerdo. De paso, aprende también a usar las otras partes del animal para inventar nuevas recetas. “El desafío es mantener la calidad y los precios. Para eso hay que innovar, ir más allá en la búsqueda de sabores”, dice.
Una tecla similar toca Fabián Ortega, en su restaurante “San Miguel”, en el barrio Yungay. Hace dos años que ahí tiene un menú completo por $ 4.500, que incluye entrada, un vaso de jugo natural de medio litro y postre casero, además de pan horneado en el día y pasta artesanal. El chef ofrece tres opciones de plato de fondo: fetuccinis con pesto de espinaca, maní y queso de cabra; merluza frita con una salsa de yogurt y puré con pimentones asados; o risotto de pollo al vino tinto.
“No tenemos carne de vacuno, porque es más cara. Apuntamos a dar lo mejor que nos da la temporada, lo que encuentro a diario en los mercados a un precio justo”, explica Ortega.
Un poco más al oriente, en la zona de los mercados junto al río Mapocho están los precursores. Sin saber del concepto, empezaron a ofrecer comidas muy apetecibles a precios más que asequibles.
Cuando se entra al local de Juanito Ollas, en el segundo piso del Mercado Tirso de Molina, una curvilínea mesera colombiana pide al comensal “extender las manitos” para echarle alcohol gel. Ese es un sello del local 311 y el otro, sus buenas preparaciones. Hechas por el ex chef de la embajada de Chile en Roma y de un ex ministro de Patricio Aylwin, Juan Mancilla cocina todos los días exquisiteces como la lasaña de verduras ($ 3.500) y el solomillo bañado en una suave salsa de queso roquefort ($ 5.000), entre otras 15 recetas que se ofrecen en su pizarra.
Tal ha sido el éxito desde que está ahí (2011) que los fines de semana la gente hace cola para almorzar. “No hay mantel largo, pero aquí se prueba mejor que en cualquier restaurante”, dice Mancilla, mientras acomoda la ensalada de berros y lechugas hidropónicas sobre una paila marina, con ojo estricto.
Frente a este edificio, en plena Vega Central (pregunte por el galpón Chacarero) están las exquisiteces dulces de la chef de la Universidad de San Ignacio de Perú, Norma Mallma. Su espacio no tiene nombre, pero dan ganas de llamarla Normita, así, con cariño, cuando se prueba uno de esos trozos de torta húmeda de chocolate hecha de 70% cacao, sin crema y sólo un toque de manjar. Mejor aún, si se ataca el pie de limón coronado de un merengue perfecto.
Norma tuvo en su local el año pasado al mismísimo Gastón Acurio -el chef peruano que convirtió la cocina de su país en religión- y le dio de probar la torta de chocolate. Tal fue el éxito, que su nombre se expandió rápido. “Ahora me compran los locatarios y las señoras que vienen del barrio alto, porque es barato y bueno”, explica Norma, mientras pone el cuchillo al fuego para cortar con precisión su última invención, el merengado de higos, hecha con un bizcocho con miel de chancaca y un dulce relleno de miel y manjar. Probar un trozo de torta cuesta $ 1.650 y llevarla completa, $ 23.500.
Parte de esa tendencia callejera es la que recoge República Nikkei, un local de Merced que ofrece prepaciones extraídas de la comida callejera japonesa. Las hace José Ozaki (ex Ozaki, de Santa Beatriz) y algo típico suyo es el takoyaki, bolitas de pulpo con masa ($ 3.500) y el corudero yaki, un sándwich de cordero con queso y pimientos a la plancha, mayo y cilantro. Pese a estar en el sector menos glamoroso de Merced, el local tiene una cuidada estética, mamparas negras con flores de cerezo y azulejos de color celeste. Eso, además de cuentas que no hacen temblar la billetera ($ 8.000 por persona).
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