Debo admitir que, al igual que uno de los asistentes a una de sus presentaciones, no sabía de la existencia de Fran Lebowitz hasta el estreno de Supongamos que Nueva York es una ciudad.
Leyendo sobre ella me entero de que nació en Morristown, Nueva Jersey, de que viene de una familia judía practicante, de que es lesbiana, de que viste siempre igual -sobria y elegante– y de que fue taxista, chofer y escritora.
Y digo “fue escritora” porque partió como columnista de la revista Interwiew de Andy Warhol, escribió dos libros, a fines de los 70 y a comienzos de los 80, y lleva varias décadas anunciando la publicación de una novela que nunca llegó.
Aunque lo que más dicen sobre ella es que es, sobre todo, un ícono neoyorquino, a quien su amigo Martin Scorsese -otro emblema de la Gran Manzana- le dedicó un documental, llamado Public speaking, que se estrenó en 2010 en HBO.
Ahora el director de Taxi driver vuelve a declarar publicamente su amor por esta intelectual en Supongamos que Nueva York es una ciudad, miniserie documental que acaba de estrenar Netflix y que dirige el premiado realizador.
La premisa de esta producción es hacer juntos una especie de recorrido por Nueva York bajo la mirada de Lebowitz. Y resulta que su visión de la ciudad que nunca duerme es mordaz, provocadora, fascinante y siempre brillante.
Conversadora profesional
En entrevistas la misma Lebowitz se considera una perezosa. Dice que no le gusta trabajar y que prefiere hablar y conversar. De hecho, ese es su trabajo: le pagan por hablar.
De todas partes la llaman para escuchar su visión sobre Nueva York, sobre literatura, sobre moda y sobre la sociedad en general.
Y los siete capítulos de Supongamos que Nueva York es una ciudad se componen de extractos de esas presentaciones, además entrevistas en late shows con Spike Lee o Alex Baldwin y de conversaciones con el mismo Scorsese en un bar y también en medio de una enorme maqueta a escala de Nueva York.
Durante toda la serie la protagonista no para de hablar. Lebowitz es una conversadora locuaz, irónica y especialmente divertida. Cada dos minutos saca carcajadas y basta ver al realizador de El irlandés, quien le celebra todas sus ocurrencias, para comprobarlo.
La ciudad que la acogió en los 70 es la excusa para que se explaye y así va diseccionado el transporte público, la manera en que los neoyoquinos caminan por la calle o el exorbitante precio de los departamentos en Manhattan.
En sus charlas se va siempre por los ramas. Por ejemplo, puede estar refiriéndose a los conductores de buses y, 10 segundos después, disertando sobre el cilantro. “No sé que preguntaste, pero esa es la historia del oso”, le dice en un momento a Scorsese mientras este estalla en una carcajada.
Tras una sucesión de historias, recuerdos y ancécdotas -que va sacando como conejos del sombrero del mago- con las placas en el suelo de Nueva York, los taxistas, Charles Mingus y Muhammad Ali, uno termina enamorándose perdidamente de Fran Lebowitz. Para algunos -como yo- un flechazo a primera vista.