Las obsesiones de Alfredo Castro
Aunque hay cinco películas en su “cosecha” cinematográfica 2018, por estos días las tablas copan la vida del destacado actor, como hace años no pasaba.
Al sol de diciembre, sus ojos claros y su pelo entrecano brillan. En la terraza de un café céntrico, la voz de Alfredo Castro (61) se acelera para explicar su actual desvelo, algo así como “actuar sin actuar”. Será ese el tema de la clase magistral que dará el miércoles 3 de enero en el marco de la vigésimo quinta versión de Santiago a Mil. Con la compañía Teatro La Memoria -más La Troppa y Teatro del Silencio-, fundó en 1994 el festival, y por eso lo homenajearán con esa charla y con una muestra con fotografías tomadas por Juan Francisco Somalo a los montajes que hizo con La Memoria en los 90.
Ambas actividades serán en el Teatro Camilo Henríquez, donde debutó en las tablas, recién salido de la Escuela de Teatro de la U. de Chile, con la obra Equus. Ese montaje lo marcó, porque en una de las funciones sufrió una crisis de pánico. Fue la primera vez que pensó cómo no involucrarse tanto con los personajes, el inicio de “un camino de 35 años que ha consistido en dejar de actuar”, como él dice. Una búsqueda que lo ha llevado a crear un “tercer cuerpo” que medie entre el actor y el personaje, porque antes, cuenta, se involucraba demasiado y llegaba a enfermarse.
“Con los años fui pensando en eso y leí una frase muy linda de un autor que no puedo recordar. Decía algo así como ‘puede que Alfredo Castro le preste su cuerpo a Hamlet, pero no sabemos si Hamlet le va a prestar su cuerpo a Alfredo Castro’. Hamlet, siendo un ser literario, también tiene un cuerpo. Desde ahí identifiqué la posibilidad de crear un tercer cuerpo, que es cuando el actor se tiende, calmo, en la posición del cadáver, a imaginar su rol. Imaginariamente echas a andar a tu personaje y lo mandas a encontrarse con alguien, a comprar, a navegar por lugares que no están en la obra. Pude denominarlo tercer cuerpo, un ser entre la ficción y el cuerpo real del actor. Con eso produzco un corte y puedo tener una mirada más objetiva, más distante; sí, soy yo, pero a la vez no soy yo”, explica, adelantando parte de su charla.
Esta entrevista rompe la rutina actual del actor, que incluye cuatro horas diarias de ensayos de la obra que estrenará en mayo en el GAM. Los arrepentidos se llama, y trata sobre dos hombres que han cambiado de sexo, pero que con el paso de los años cuestionan esa decisión. Ahí actúa junto a Rodrigo Pérez, quien también estuvo en ese primer Santiago -en esa época Teatro a Mil-, en la Estación Mapocho, con la icónica trilogía La manzana de Adán, Historia de la sangre y Los días tuertos.
—¿Cuáles fueron tus sensaciones esa vez?
Éramos tres compañías muy distintas, pero se armó un asunto muy solidario con el deseo de que a todos nos fuera bien. Llegó tal cantidad de público, que la sensación fue de triunfo emocional, no narcisista, al comprobar que la gente quería ver teatro. De inmediato supimos que estaba partiendo algo poderoso y la historia así lo dijo.
—¿Creíste que el festival cumpliría 25 años?
Teníamos ganas, pero no sabíamos. En esa época, con Carmen (Romero) y Evelyn (Campbell) -gestoras del festival- hacíamos La manzana de Adán en una casa abandonada y ganábamos una miseria, con funciones para 20 espectadores. Cuando se armó Teatro a Mil y las filas daban vuelta a la Estación Mapocho uno decía “sí, hay algo que se está gestando”.
“Lo otro importante”, agrega, “es que era a ‘luca’, lo que permitió el acceso a la cultura de mucha gente. Ahí nos vamos a un tema contingente, el acceso a la cultura como un derecho. Para un Fondart una vez propuse rebajar las entradas de mi proyecto a $ 2.000 y me preguntaron si me había vuelto loco. Estaba en crisis con mi teatro y se supone que en crisis tienes que cobrar más caro, pero para mí es mejor y más gratificante tener 200 espectadores a dos ‘lucas’ que 40 a $ 6.000”.
—Pero el festival hace rato que ya no es a mil
El sistema neoliberal horroroso obliga a mantenerse a través de la oferta y la demanda. Por eso hay que tener un Estado fuerte que compense y subvencione. Con eso las entradas podrían ser más baratas. Ahora, en el festival siempre hay obras con entradas económicas y espectáculos de calle. Lo interesante es que esa familia que vio teatro callejero diga ‘ahora quiero ver algo en una sala’, que se arme una cadena virtuosa de espectadores. Y para eso hay que tener subvención”.
El actor insiste en esa última palabra. “Es lo que se hace en los países desarrollados, subvencionas a las salas y éstas bajan los precios. Otra clave es la difusión. Mi maestro Fernando González decía que ‘puede que una obra esté en un teatro lleno de gente, pero si no sale en los diarios, si la gente no sabe, da lo mismo”.
—¿Y si a los jóvenes no les interesa el teatro?
Yo veo harto teatro joven y las salas están llenas. Estoy seguro que de aprobarse la subvención a las salas particulares e independientes vamos a poder ofrecer una mejor oferta a precios más bajos y la gente va a ir mucho más. Si un chico está metido en internet siete horas al día, encerrado en su pieza, lo invitas a ver un montaje y le gusta, tal vez rebaje esas horas de siete a tres. Todas las dinámicas que se han hecho en el primer mundo con el tema de las drogas, los inmigrantes, la tercera edad, las personas con enfermedades mentales o motrices tienen que ver con el teatro como terapia, como apertura de mundos y de lenguaje. Acá, donde la gente no entiende un párrafo, es una herramienta poderosa. Si me preguntan para qué sirve el teatro, nombraría la socialización de un saber, de una lengua.
La generación dorada
Castro explica que aún está de duelo por la muerte de la sicoanalista, doctora en filosofía e investigadora Francesca Lombardo, “mi colaboradora más íntima y una persona adorable”, precisa. Y agrega: “Hace 27 años ella abrió un lenguaje, uno que nadie conocía. Con Andrés Pérez decíamos que acá nadie escribía sobre teatro, como sí se hacía en Argentina, en Brasil. Ella nos ayudó a abrir esa veta en el Teatro La Memoria. Es una emoción grande saber que lo que uno intentó hace tantos años con La manzana de Adán finalmente cuajó como una poética y aglutinó a grandes actores, como Paulina Urrutia, Amparo Noguera, Rodrigo Pérez, Pancho Reyes, Verónica García Huidobro.
—Una especie de generación dorada del teatro chileno.
Me da pudor decirlo, pero siento que, además de actores, por La Memoria, como escuela, pasó una camada de directores brillantes: Pablo Larraín, Cristián Plana, Claudia di Girólamo, Alexandra von Hummel.
—Y Paulina Urrutia ahora dirige el Teatro Camilo Henríquez, donde debutaste con Equus y donde se te hará el homenaje.
Con ella queremos remontar Equus. Tengo que encontrar un momento en el año para hacerlo, porque Paulina se ha movido y los derechos de la obra ya están. Me encantaría hacer ese proyecto y poder lanzar, como me lanzaron a mí en esa época Sergio Aguirre, Sonia Mena y John Knuckey, a un joven actor.
—Con realismo, ¿cuál es el nivel del teatro chileno?
El mejor. En el cine, donde puedes ver gente de teatro, los actores chilenos están muy bien considerados. Y hay muchas compañías que están yendo fuera con sus obras, a festivales y a teatros en EE.UU. y Europa. El teatro chileno se expande y el cine también ha ayudado. Chile es conocido en las capas sociales importantes de otros países por el cine y el teatro, más que por el fútbol y el tenis”.
Alfredo Castro habla con entusiasmo, pero lo aplaca al referirse a la estafa y cierre de su teatro-escuela La Memoria, el año pasado. “Tuve que hacer un corte con eso, porque yo estaba mal. Es terrible que una persona tan cercana -el contador- te robe. Además, es doloroso cuando el banco en el que has depositado tu confianza no responde. Llevo casi dos años en que el banco ha jugado poniéndose al lado del estafador. Pagué un seguro durante 12 años y se desentiende diciendo que el seguro es otra empresa y que no cubre, porque el estafador dependía de mí. Fiscalía le pide entonces que mande el supuesto mandato donde doy poder a esa persona para hacer cheques y officebanking; el banco no lo encuentra, porque no existe”, enfatiza.
Lo que sí le ilusiona es retomar el proyecto. “Lo voy a recuperar, en la medida en que me ayuden. Y no sólo a mí, sino que también al Teatro Camino, al Del Puente, a todos los que sostenemos teatros de manera autónoma. Que el Estado diga ‘la gestión que ustedes hacen es tan potente que vamos a financiarlos’”.
—Ese mecenas, ¿tiene que ser el Estado?
Ojalá crear alianzas con empresas, pero nunca en la vida me han dado un peso. El Ministerio de Cultura debe acercar a ese mundo empresarial a las artes.
—¿Qué esperas del nuevo gobierno?
Que aumente el dinero asignado a los fondos concursables. A mí me interesa la subvención permanente a salas y compañías con trayectoria y proyectos. Me da terror que eso no se cumpla, porque está en el proyecto de creación del ministerio y de la ley de artes escénicas. Estoy intentando recuperar mi teatro en el 2019 y eso depende un poco de esto.
Del teatro al cine y viceversa
Después de brillar en la TV y en el teatro, en el cine Alfredo Castro alcanzó estatus hace casi una década como protagonista de Tony Manero, de Pablo Larraín. Siente cariño por ese personaje, “pero también por el que hice en El Club, una obra maestra. Junto con Post Mortem hacen una trilogía perfecta. El corpus estético e ideológico de Pablo, y también el mío, está en esas tres películas”.
—¿A cuáles de los filmes que vas a estrenar en 2018 les pones más fichas?
A una chilena dirigida por Juan Cáceres sobre la inmigración, que se llama Perro Bomba, donde me tocó compartir con un excelente actor haitiano. También a Museo, de Alonso Ruizpalacios, en la que hago de padre de Gael García. Se sitúa en el año 85 , después del terremoto de México cuando el hijo de un médico famoso roba el Museo de Antropología y se lleva la máscara sagrada de Pakal. La otra por la que apuesto es Rojo, de Benjamín Naishtat y con Darío Grandinetti. Tiene una trama muy oscura en plena dictadura argentina, donde hago de un detective chileno medio picante al que llaman para resolver el caso. Por último, Los perros, de Marcela Said. Ya tiene trayectoria en festivales, pero a salas comerciales llega el 15 de marzo. Antonia Zegers es mi compañera de nuevo ahí y está sublime.
—¿Un panorama perfecto para enero?
Ver Estado Vegetal, de Manuela Infante (en Santiago a Mil del 18 al 21 de enero , GAM). Una obra muy política, en el mejor sentido de la palabra. Marcela Salinas, la protagonista, es una actriz memorable.
—¿Algo más en Santiago a Mil?
A Carmen Romero siempre le dije que el festival tenía que ser para que el teatro chileno brillara. Por lo tanto, mi primera opción es ir a ver montajes de acá. Me interesa La trágica agonía de un pájaro azul, de una compañía -La Niña Horrible- que ha alcanzado un sello propio; eso siempre es admirable. También, ir a ver el trabajo del director Christoph Marthaler, que trae la obra King Size.
(Fotos en el Teatro Camilo Henríquez por Marcelo Segura)
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