Mi panorama: empezar el otoño en el barrio París-Londres

El otoño le viene bien a estas calles, poco amables bajo el calor, que con la luz oblicua y la hojas caídas se vuelve todavía menos santiaguina.
Me cuesta decirle barrio a este par de calles, más bien callejuelas, que se cruzan un par de cuadras al sur de la Alameda. Como la escenografía de una ciudad que no fue o el recuerdo de un pasado que jamás ocurrió, la esquina de París-Londres se tomó en serio su nombre y quedó congelada en un tiempo decimonónico, sembrada de faroles, con calzada adoquinada y edificios neoclásicos.
Es un destino obvio para las parejas que buscan una selfie romántica o simular un viaje sin cuotas, pero también para quienes necesiten evadir la realidad idealizando épocas no vividas. ¿Santiago alguna vez fue elegante?, es lo que uno se pregunta al caminar por ahí, entre balcones con balaustradas y pórticos curvos, mientras a pocos metros, por las calles San Francisco o Serrano, se acumulan toscos edificios de estacionamientos con negocios de repuestos de calefonts.

Pero el encanto de esta zona no está tanto en sus construcciones, muchas de ellas magníficas —como las diseñadas por Cruz Montt o Larraín Bravo—, como en el sinuoso recorrido de la calle Londres, la única que culebrea en todo el centro de Santiago. Entrar en ella, viniendo desde la Alameda, es escapar de la lógica damera e ingresar a un paisaje estrecho, casi medieval, donde la vía se confunde con la vereda y la vereda con los muros, sin espacio apenas para los autos, incómodo para los ciclistas, un paraíso peatonal.
Hasta hace poco, en las calles París-Londres no había mucho que hacer aparte de admirar este breve entorno, trazado en 1920 por Ernesto Holzman y Roberto Araya, y fantasear con una teletransportación a Europa. Aparte de un negocio de bolsas plásticas junto a la Iglesia San Francisco, en estas cuadras solo convivían hoteles, estacionamientos, institutos profesionales y un par de partidos políticos.
Ahora, en cambio, algo más que fotos se puede tomar uno por ahí. En el bistro bar Londres 45, por ejemplo, le sacaron partido a la casona que ocupan hace dos años, y además de menú diario y cócteles de autor, tienen una pequeña galería de arte y un tranquilo patio de luz donde descansar.
El otoño le viene bien a estas calles, poco amables bajo el calor, que con la luz oblicua y la hojas caídas se vuelve todavía menos santiaguina. El final de un domingo no dejará de ser triste en esta esquina, pero al menos será una tristeza atemporal, incluso bonita.
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