Si uno recorre los paseos peatonales y otras calles aledañas del centro de Santiago se dará cuenta que varias cosas han cambiado. Por ejemplo, en las fuentes de soda las pizarras ofrecen platos tradicionales, pero también lomo saltado y ají de gallina. Además, ya no se ven los tarjeteros que captaban clientes para los saunas y cafés con piernas. En contraste, ahora lo que se ofrece tiene que ver con teléfonos celulares: cambios de plan, reparación de pantallas y cargadores alternativos.
También se ven muy pocos vendedores ambulantes y abundan los negocios -de todo tipo- que son parte de grandes cadenas. Da la impresión que el comercio detallista va en franca retirada.
Y en varias cuadras de la calle Bandera ya no pasan micros, ni tampoco autos, porque ahora es peatonal. Ahí cerca, en el edificio de la Bolsa de Comercio, penan las ánimas porque ahora la gran mayoría de las transacciones se hacen digitalmente.
Sin embargo, a pocos pasos de ahí, da la impresión de que hay un lugar que no ha cambiado: el Bar Unión, con una fachada se mantiene idéntica desde hace décadas, lo mismo que su oferta de platos, bebidas y sánguches. Por momentos pareciera ser que sólo falta Jorge Tellier en la puerta, tal como quedó inmortalizado en la famosa foto de Álvaro Hoppe.
Nada de inventos
El interior del Bar Unión sigue prácticamente igual que hace 10, 20 o 30 años. Tal vez, los únicos detalles de modernidad del local sean su gran televisor de pantalla plana, el aire acondicionado instalado al fondo del salón y el calendario con motivos taurinos que está colgado en el bar y que nos recuerda que estamos en 2018.
Y el resto casi igual que toda la vida: una barra que suele atiborrarse de parroquianos -todos hombres- durante varios momentos del día, con mucho vino barato, algunos combinados con licor nacional, cañas de pipeño y unas infaltables manzanillas de bajativo. Eso y los sánguches de lengua, arrollado o pernil, todos en marraqueta, que suelen ir apareciendo encima de la barra en la medida que la ingesta alcohólica va aumentando y se requiere nivelar.
Y, ahí, obviamente todos parados, porque en esta barra -a la española- no hay sillas. En el Bar Unión no se habla de mixología, cocteles ni nada parecido. Menos aún, de panes de masa madre, viñas emergentes o jugos prensados en frío. Y como guinda de la torta, acá se paga con efectivo o cheque.
Chile fiscal
Aunque suele asociarse al Bar Unión con tiempos de bohemia en toque de queda y con gente como el ya mencionado Tellier y otros intelectuales como Rolando Cárdenas o Aristóteles España, lo cierto es que podríamos decir que hoy este lugar reúne a esos últimos habitantes del Chile Fiscal que aún habitan el centro de la ciudad.
Por lo mismo, en el local abundan los empleados públicos -activos y retirados- que caminan desde sus trabajos o sus casas, según corresponda, para refrescar la garganta y, de paso, ponerse al día con sus habituales compañeros de barra.
También es posible divisar a algunos profesores del vecino Instituto Nacional y una variada fauna de oficinistas de los más diversos rubros: contadores, estafetas, dependientes de notarías, recepcionistas de antiguos edificios y un largo etcétera de actividades proletarias.
En cuanto a empleados de las tiendas del retail cercanas, bancos u otras empresas más “modernas”, nada. De gente joven con pitillos y cuidadas barbas, menos. Por ahí, uno que otro estudiante universitario con alma bohemia y nostálgica.
La pregunta es ¿cuánto más puede funcionar esta barra con los mismos clientes?
Un buen lugar
Las mesas más próximas a la barra suelen tener más o menos el mismo perfil de clientes. Es decir, varones que superan largamente los 60 años y que, a diferencia de los que permanecen de pie, además del vino, ingieren platillos tradicionales como guatitas, albacora con puré, prietas con papas cocidas, cabrito al horno, costillar de chancho o puchero a la española.
Y hacia el fondo del local existe otro comedor en el que sí se pueden divisar a mujeres y gente un poco más joven, sobre todo a la hora de almuerzo.
Sin embargo, el corazón del Bar Unión, y lo que nos convoca en esta crónica, está en su barra y sus parroquianos. No son gente particularmente acogedora y cuando uno llega y se instala ahí para pedir algo, se sienten las miradas de cierta desconfianza.
Porque en la barra casi todos se conocen, aunque hay que decir que tampoco cuesta mucho iniciar conversaciones. Tampoco es difícil que, pasado un rato, un vecino le deje a uno encargada su copa de vino mientras sale a fumar a la calle.
Entrar y salir todo el día
Me comentan que hay algunos que llegan puntualmente a las 11 de la mañana al bar y sacan el día acá. Pero es un poco exagerado, porque el movimiento es constante. Unos se quedan más rato, otros piden la caña de pipeño, pagan inmediatamente y se la empinan para luego salir raudos vaya a saber uno en qué dirección. Hay otros que van y vuelven varias veces durante el día.
Y al almuerzo el local suele repletarse, sobre todo los jueves, en que a barra pasa llena hasta que las cortinas se bajan a eso de las 10 de la noche.
Es difícil saber cuál será el futuro de este bar. En una de esas sigue tal cual está por 50 años más, o lo toma una nueva administración y lo transforma en algo “trendy” donde se sirvan reinterpretaciones de vino navegado o borgoña. O simplemente se apagará en la medida en que estos “chilenos fiscales” vayan despareciendo.
Como sea, hoy es un buen momento para conocerlo o volver a visitarlo. Porque además de comer y beber bien por poca plata, nunca es malo conocer los rincones de la ciudad que siguen existiendo a contracorriente de todas las modas.